
Por Fernando Quirós
Hoy quiero detenerme en un viejo texto que, aunque nunca llegó a regir como norma formal, sigue proyectando una sombra alargada sobre el periodismo español. Un texto que funciona como fósil y como advertencia, como reliquia y como síntoma. Un catecismo redactado no para elevar la conciencia profesional, sino para domesticarla; no para fortalecer la autonomía del oficio, sino para blindar las estructuras que lo condicionan. Un texto que, leído hoy, explica demasiado bien por qué el fango, la crispación y la polarización no son una deriva espontánea ni un accidente histórico: son el resultado de un sistema cuidadosamente cultivado, protegido y legitimado durante décadas.
El Dodecálogo de deberes del periodista fue escrito y publicado en 1991, en pleno proceso de consolidación empresarial de la prensa española, cuando los grandes grupos mediáticos estaban redefiniendo su poder, su identidad y su relación con el Estado. Su edición como folleto de la patronal incluía una frase que hoy roza lo grotesco, lo paródico, lo involuntariamente revelador: “publicado en el día de Santa Teresa. Laus Deo.” No era una simple rúbrica piadosa ni un guiño cultural: era la escenificación de una verdad revelada, la puesta en escena de una ética que no se discute porque viene de arriba, de más arriba incluso que la propia empresa. Era un intento de envolver un texto de control empresarial con la autoridad moral de lo sagrado, como si la obediencia profesional fuera un acto de fe y la disidencia, una forma de herejía. La patronal no solo dictaba normas: las presentaba como si descendieran del cielo, como si cuestionarlas fuera un pecado profesional. Un código de obediencia disfrazado de iluminación divina.
El encargo fue directo de la AEDE, la patronal de los periódicos, y el redactor elegido fue Camilo José Cela, un escritor cuya biografía incluye episodios de colaboración con los aparatos de control cultural del franquismo y una relación fluida con las estructuras del régimen. Que un texto sobre la independencia periodística fuera confiado a alguien que conoció —y en ocasiones sirvió— los mecanismos de vigilancia ideológica del franquismo no es un detalle menor ni una anécdota biográfica: es la clave que revela la verdadera naturaleza del encargo. No se trataba de fortalecer al periodista, sino de recordarle su subordinación. No se trataba de construir una ética profesional, sino de fijar una jerarquía. No se trataba de proteger la libertad de prensa, sino de delimitarla.
Conviene recordar que el dodecálogo no es hoy una norma vigente. Nunca lo fue. Pero su utilidad no reside en su aplicación normativa, sino en su función simbólica. Es un fósil útil: circula en archivos, se cita en debates, reaparece cuando conviene, se invoca como si fuera un texto fundacional. Su valor no es jurídico, sino ideológico: funciona como testimonio de un momento en que la empresa quiso blindar su autoridad moral sin asumir ninguna obligación estructural. Es la prueba de que, cuando la industria habla de ética, suele referirse a la ética de los otros.
Un texto impecable en la forma, tramposo en el fondo
El dodecálogo exalta virtudes individuales —humildad, rigor, claridad, independencia— como si bastaran para sostener un oficio sometido a presiones económicas, precariedad laboral y estructuras editoriales opacas. Como si la integridad personal pudiera compensar la falta de garantías colectivas. Como si la ética fuera un asunto de carácter y no de condiciones materiales.
Pero el texto calla lo esencial: los deberes de los medios. Ni una palabra sobre transparencia empresarial. Ni una línea sobre independencia editorial real. Ni un rastro de protección laboral. Ni una mención a la separación estricta entre publicidad y contenido. Ni un gesto hacia la responsabilidad de los propietarios. Ni un reconocimiento de los conflictos de interés estructurales.
Esa omisión no es un descuido: es un diseño. El texto desplaza la responsabilidad hacia el individuo y preserva intactas las condiciones que limitan su acción. Es un mecanismo clásico de poder: moralizar al subordinado para evitar rendir cuentas. Convertir la ética en un espejo que solo refleja al trabajador, nunca a la estructura.
Mientras tanto, la industria exige lo contrario de lo que predica. Se reclama humildad cuando se premia la velocidad. Se exige claridad cuando se recompensa el impacto. Se invoca rigor cuando se demanda rendimiento. Se celebra la independencia mientras se favorece la alineación. El dodecálogo no resuelve estas tensiones: las disfraza. Es un código que no protege al periodista, sino a la estructura que lo explota.
Si el periodismo español hubiera obedecido este catecismo al pie de la letra, hoy no existiría el periodismo de investigación. Ni el periodismo incómodo. Ni el periodismo que molesta. Existiría un periodismo dócil, higiénico, perfectamente inofensivo: el sueño húmedo de cualquier poder.
El fango no es un accidente: es un modelo de negocio
El ecosistema mediático actual —polarizado, crispado, intoxicado— no es una anomalía ni una degeneración reciente. Es la consecuencia lógica de un sistema que nunca quiso asumir sus responsabilidades. Cuando la ética se reduce a mandamientos individuales, las redacciones quedan indefensas ante los incentivos que alimentan el fango: indignación, simplificación, espectáculo, obediencia.
El fango opera desde dentro y desde fuera.
- Desde dentro, cuando los medios convierten la información en un producto de choque para retener audiencia, cuando la lógica del clic sustituye a la lógica del contexto, cuando la urgencia devora la verificación.
- Desde fuera, cuando actores políticos usan la acusación de “fango” para desactivar investigaciones que les incomodan, cuando la palabra se convierte en arma arrojadiza para deslegitimar al mensajero.
En ambos casos, la ausencia de obligaciones empresariales —las mismas que el dodecálogo omitió deliberadamente— deja al periodista solo ante un sistema que exige obediencia mientras proclama virtud. La crispación no es un fallo: es un recurso. La polarización no es un exceso: es un activo. El fango no es un residuo: es un producto.
La ética que falta: la que obliga a la empresa
La ética que el periodismo necesita no es la que sermonea al individuo, sino la que obliga a la empresa. Una ética que no se limite a enumerar virtudes personales, sino que establezca garantías estructurales:
- transparencia sobre propiedad y financiación
- independencia editorial blindada
- protección laboral que permita resistir presiones
- separación estricta entre publicidad y contenido
- mecanismos de rendición de cuentas internos y externos
- protocolos contra la instrumentalización política y económica
Sin estos contrapesos, cualquier código moral es un decorado. Una liturgia vacía. Un ejercicio de autoexculpación. El periodista queda atrapado entre la virtud que se le exige y las condiciones que se le niegan.
Romper el espejo
El dodecálogo fue un espejo diseñado para que el periodista se culpara a sí mismo. Para que, ante cada conflicto, mirara hacia dentro y nunca hacia arriba. Para que la culpa fuera individual y la responsabilidad, difusa. Para que la empresa pudiera presentarse como garante moral sin asumir ninguna obligación real.
Pero el periodismo contra el poder no se hace con espejos: se hace con martillos. Y a veces, lo único que puede hacerse con un espejo así es romperlo para ver qué había detrás. Porque detrás del espejo no hay ética: hay estructura. No hay virtud: hay poder. No hay mandamiento: hay control.
Romper el espejo no es un gesto destructivo: es un acto de lucidez. Es la condición para reconstruir una ética que no caiga del cielo, sino que se construya desde abajo, desde las redacciones, desde las condiciones materiales, desde la responsabilidad compartida. Una ética que no sirva para atar al periodista, sino para liberarlo.

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