La coartada que abrió la puerta al fango: anatomía de un libro que convirtió la autocomplacencia en ideología

Por Fernando Quirós

En 2026 se cumple el 30 aniversario de Contra el poder, el volumen que Luis María Ansón editó en 1996 y que, lejos de ser un manifiesto luminoso sobre la libertad de prensa, funciona hoy como un fósil ideológico que revela las grietas, las imposturas y las trampas discursivas del periodismo español de fin de siglo. Tres décadas después, el libro no ha ganado profundidad: ha ganado transparencia. Se ve mejor lo que era, lo que pretendía ser y lo que terminó legitimando. Releerlo hoy, en plena era del fango, es como encontrar el manual de instrucciones de una maquinaria que lleva décadas funcionando sin que nadie se atreviera a reconocerlo.

Y el libro empieza mal desde la primera línea. El artículo inaugural de Ansón, que debería marcar el tono intelectual del volumen, arranca con una muestra de falta de rigor que hoy resulta casi cómica: atribuye la frase “la prensa es el cuarto poder” a “un político americano” y no a Edmund Burke o a Thomas Babington Macaulay, como si la precisión histórica fuera un lujo prescindible. Esa ligereza conceptual no es un accidente: es un síntoma. Un síntoma de un libro que confunde solemnidad con pensamiento, retórica con análisis, épica con rigor.

La épica del periodista como dogma: cuando la autoadulación se convierte en doctrina

El libro se construye sobre una premisa tan seductora como falsa: el periodista es el último guardián de la democracia, el héroe incorruptible que se enfrenta al Leviatán político armado únicamente con su pluma y su conciencia. Esa épica, repetida con fervor casi litúrgico, es el corazón del volumen. Pero también es su mayor engaño. Porque cuando uno se cree héroe, deja de hacerse preguntas. Y cuando deja de hacerse preguntas, deja de ver su propio poder. Y cuando deja de ver su propio poder, empieza a ejercerlo sin límites. Ahí está el germen del fango: la idea de que cualquier ataque es legítimo si se hace “contra el poder”, aunque esté basado en filtraciones interesadas, medias verdades o campañas de demolición personal.

Pluralidad aparente, unanimidad real: un coro que canta siempre la misma canción

El libro presume de reunir voces diversas, pero la pluralidad es un espejismo. Entre los autores figuran nombres que hoy son piezas centrales de la fábrica de fango contemporánea: Pedro J. Ramírez y Federico Jiménez Losantos. En 1996 ya estaban construyendo un estilo de intervención mediática que hoy domina el ecosistema digital: agresivo, polarizador, obsesionado con la demolición del adversario político. Que ambos formen parte del volumen no es anecdótico: es revelador. Lo que se presenta como polifonía es, en realidad, un monólogo coral de una élite mediática que compartía intereses, diagnósticos y enemigos.

El silencio más elocuente: el poder de los medios

Lo más revelador de Contra el poder no es lo que afirma, sino lo que omite, porque en esa omisión se encuentra la clave de su fragilidad intelectual y de su utilidad para entender la deriva posterior del periodismo español. El libro se presenta como un alegato contra el poder político, pero guarda un silencio absoluto sobre el poder de los propios medios, un silencio que no es casual ni ingenuo, sino estructural, casi programático, y que revela hasta qué punto los autores del volumen estaban atrapados en una autoimagen heroica que les impedía ver —o reconocer— la dimensión real de su influencia. En sus páginas no hay una sola reflexión seria sobre la concentración empresarial que ya entonces configuraba el mapa mediático español, ni sobre la dependencia publicitaria que condicionaba la agenda informativa, ni sobre las alianzas entre grupos de comunicación y élites económicas, ni sobre la precariedad laboral que empezaba a erosionar la autonomía profesional de las redacciones, ni sobre las guerras internas entre conglomerados mediáticos que utilizaban la información como arma arrojadiza, ni sobre la instrumentalización política de los contenidos que convertía a ciertos medios en actores partidistas disfrazados de vigilantes de la democracia. Ese silencio es elocuente porque no es un vacío accidental, sino un mecanismo de autoprotección: al no problematizar su propio poder, los autores pueden presentarse como víctimas del Estado, como contrapoder puro, como guardianes de la libertad, sin tener que asumir que ellos mismos forman parte de la arquitectura del poder que dicen combatir. Ese silencio, que en los años 90 podía pasar desapercibido, hoy resulta ensordecedor, porque es exactamente el mismo que ha permitido que el periodismo del fango se presente como periodismo valiente, que la agresión se disfrace de vigilancia, que la difamación se venda como investigación y que la destrucción reputacional se legitime como servicio público.

Un libro escrito contra Felipe González

Hay otro elemento que el libro nunca reconoce, pero que resulta evidente para cualquiera que conozca el contexto político de la época: Contra el poder es un libro escrito contra Felipe González. No contra “el poder” en abstracto, sino contra un gobierno concreto, contra una victoria electoral concreta —la de 1993— que una parte del establishment mediático consideró ilegítima, insoportable o simplemente inconveniente para sus intereses. El libro es, en ese sentido, un artefacto político disfrazado de reflexión profesional. Un intento de construir un relato de resistencia que, en realidad, buscaba erosionar la autoridad democrática de un gobierno elegido en las urnas.

Y aquí aparece la ironía histórica más jugosa: treinta años después, Felipe González —el mismo al que este libro pretendía deslegitimar— aplaudiría sin dudarlo su espíritu, su tono y su tesis… pero dirigidos contra Pedro Sánchez. La historia no se repite, pero rima. Y en este caso rima con una claridad casi obscena.

Del contrapoder al fango: cuando la épica se convierte en arma

El periodismo del fango no surge de la nada. Necesita una narrativa que lo legitime. Y esa narrativa está ya, en germen, en Contra el poder. La idea de que el periodista es siempre resistencia, siempre verdad, siempre libertad. La idea de que cualquier ataque al poder político es, por definición, un acto de servicio público. La idea de que el periodista está moralmente por encima de las instituciones que vigila. Esa autoimagen heroica es la que hoy blinda campañas de intoxicación, filtraciones interesadas y estrategias de demolición personal.

La factura pendiente

La factura pendiente del periodismo español —y Contra el poder es una prueba documental de ello— no es solo profesional ni estética: es moral, estructural y democrática. Durante décadas, una parte significativa del periodismo se ha refugiado en la épica del contrapoder para evitar la pregunta más incómoda: ¿qué responsabilidad tiene el propio periodismo en la degradación del espacio público? Esa pregunta, que el libro de Ansón ni siquiera roza, es hoy ineludible. Porque el fango no cayó del cielo, no brotó espontáneamente de las redes sociales, no fue un accidente tecnológico ni una mutación repentina del ecosistema mediático. El fango es la consecuencia lógica de una cultura profesional que se negó sistemáticamente a mirarse al espejo, que confundió su función con su mito, que convirtió la crítica al poder político en un salvoconducto para no rendir cuentas ante nadie. Y esa cultura, que Contra el poder celebra sin fisuras, ha terminado por devorar la credibilidad del oficio que pretendía defender.

La factura pendiente es también histórica. El libro aparece en un momento en que el periodismo español estaba consolidando su poder real: influencia política, capacidad de presión, alianzas empresariales, control de la agenda pública. Pero en lugar de asumir ese poder con responsabilidad, el libro lo disfraza de vulnerabilidad. Se presenta al periodista como víctima, como resistencia, como David frente a Goliat, cuando en realidad muchos de los autores del volumen eran Goliat disfrazados de David. Esa inversión simbólica —ese truco de prestidigitación moral— ha tenido consecuencias devastadoras. Porque cuando un actor poderoso se presenta como débil, cuando un actor influyente se presenta como perseguido, cuando un actor con capacidad de daño se presenta como mártir, el resultado es un ecosistema donde la impunidad se normaliza y la crítica se convierte en arma.

La factura pendiente es, además, política. El periodismo del fango no solo intoxica: interviene. No solo informa mal: actúa. No solo distorsiona: opera. Y lo hace desde una posición de autoridad simbólica que Contra el poder contribuyó a blindar. El libro instala la idea de que el periodista está moralmente por encima de las instituciones que vigila, que su misión es tan noble que cualquier método queda justificado, que su función es tan esencial que cualquier límite es sospechoso. Esa lógica, llevada al extremo, es la que hoy permite que ciertos medios se conviertan en actores políticos sin asumir las responsabilidades de los actores políticos.

La factura pendiente es también ética. Porque el fango no solo destruye reputaciones: destruye la confianza. Y sin confianza no hay periodismo posible. La erosión de la credibilidad mediática no es culpa de las redes sociales, ni de los algoritmos, ni de la polarización política. Es culpa, en gran medida, de un periodismo que durante años confundió la agresividad con la valentía, la espectacularización con la relevancia, la denuncia con la verdad.

La factura pendiente es, finalmente, cultural. Porque el fango no solo es una práctica: es un clima. Una atmósfera. Una pedagogía del cinismo. Una invitación permanente al descrédito, a la sospecha, al ataque preventivo. Y esa atmósfera no se construye de la noche a la mañana: se cultiva. Se alimenta. Se normaliza. Contra el poder contribuyó a esa normalización al instalar la idea de que el periodista es siempre el bueno de la película, incluso cuando actúa como villano.

Por eso la factura pendiente no es solo del libro, sino del ecosistema que lo produjo y lo celebró. Un ecosistema que confundió la libertad con la impunidad, la crítica con la agresión, la vigilancia con la demolición. Un ecosistema que hoy paga las consecuencias: desconfianza ciudadana, polarización extrema, intoxicación permanente, pérdida de autoridad moral. Y lo más grave: un ecosistema que, en lugar de reconocer su responsabilidad, sigue refugiándose en la épica que lo llevó al desastre.

La factura pendiente es, en definitiva, una deuda con la democracia. Y mientras no se salde, el fango seguirá siendo no una anomalía, sino la consecuencia lógica de un periodismo que se negó a mirarse a sí mismo.