
Por Fernando Quirós
Con el eslogan no declarado de “ver es producir”, una peculiar Escuela de Producción se ha instalado en el corazón académico como un simulacro de formación audiovisual. Sin clases, sin alumnos y sin cámaras, esta institución eleva la proyección de películas al estatus de experiencia educativa… siempre y cuando no se espere aprender a producir. Lo único que rueda aquí son los créditos finales.
En una esquina luminosa de nuestra facultad —esa donde las ideas deberían editarse como en la sala de montaje de la vida— florece con entusiasmo institucional una criatura híbrida: la Escuela de Producción. No debe confundirse con un taller de realización, un laboratorio audiovisual o un espacio de aprendizaje técnico. No. Esta escuela ha inaugurado una nueva era pedagógica: la producción sin producción. O, como la llaman cariñosamente sus responsables, “poner pelis”.
La brillante iniciativa —conviene reconocerlo— nació bajo el impulso del entonces decano Jorge Clemente, quien se presenta a sí mismo como productor audiovisual en los pasillos, los programas oficiales y, probablemente, también en las sobremesas. Su visión, sin duda singular, apostó por una reinterpretación radical de lo formativo: convertir una escuela en una sala de proyecciones. Tal vez quiso demostrar que en la contemplación hay también creación… aunque el alumnado aún esté intentando descubrir cómo se evalúa una mirada fija.
La ejecución del proyecto recayó en una figura cuidadosamente designada —sin concurso ni experiencia docente específica en el ámbito audiovisual— aunque con una trayectoria académica vinculada al área de Derecho, campo desde el cual, al parecer, se dirige ahora la programación cinematográfica de la escuela. Un salto interdisciplinar que invita a la reflexión: ¿se puede enseñar producción sin haberla producido, o basta con tener buen gusto y acceso al proyector?
Su misión, aparentemente estratégica, consiste en emitir películas —preestrenos, reposiciones, rarezas festivaleras y demás— con especial preferencia por el horario en que otras personas imparten clase. Al parecer, el saber audiovisual entra mejor si interrumpe.
Y es que esta escuela no enseña a producir, sino a ver producir a otros. Con suerte. Nada de guion técnico, rodajes, presupuestos, derechos de imagen o dirección de actores. Aquí los estudiantes no manejan cámaras: manejan butacas. No montan cortos: montan su resistencia. ¿Postproducción? Solo si se refieren al mareo tras tres horas de proyección sin aire acondicionado.
La innovación pedagógica es abrumadora. No hay docentes asociados, ni plan académico, ni rúbricas de evaluación. ¿Para qué? La pantalla lo dice todo. Es la pedagogía por ósmosis: si ves suficiente cine, acabarás entendiendo cómo se hace. Una suerte de método Stanislavski aplicado al audiovisual: “vive como espectador hasta convertirte en productor por presencia prolongada”.
Por si todo esto fuera poco, la llamada Escuela de Producción presenta otra característica revolucionaria en el mundo universitario: no tiene alumnos. Sí, lo has leído bien. No hay matriculados, no hay clases inscritas, no hay horarios lectivos ni tutorías. Tampoco ofrece becas, ayudas a la producción, convocatorias de proyectos ni apoyo a la creación audiovisual independiente. Nada de eso. Su actividad —si es que se puede usar el plural— consiste exclusivamente en proyectar películas. Una vez, otra vez, y otra más. Como un videoclub institucional que, lejos de desaparecer como en los noventa, ha sido elevado aquí a categoría docente.
Aunque todo parezca fruto de una devoción desinteresada por el séptimo arte, cabe preguntarse —con la ingenuidad maliciosa de quien solo busca transparencia— si la existencia sostenida de esta Escuela de Producción guarda algún tipo de vínculo operativo o afinidad pragmática con determinadas productoras o distribuidoras de películas. ¿Existe acaso algún beneficio económico asociado a estas proyecciones, por discreto o indirecto que sea? Sería conveniente —y pedagógicamente ejemplar— que se aclarase este punto, no vaya a ser que detrás del proyector se esconda más marketing que metodología.
La Escuela de Producción podría ampliarse con un máster en observación contemplativa de largometrajes. Sin créditos, sin clases, pero con palomitas subvencionadas. Las especializaciones estarían claras:
- Módulo 1: Cómo programar películas sin molestar a quienes enseñan
- Módulo 2: Escritura automática de sinopsis que suenan profundas
- Módulo 3: Cómo parecer una escuela sin dar clases
- Módulo 4 (optativo): Cine & Ego: estética del autorretrato institucional
Las críticas, por supuesto, son injustas. Hay quienes insisten en que producir requiere crear, coordinar, enfrentarse a lo incierto. ¡Qué anticuados! En esta nueva escuela basta con mirar y aplaudir. Como si el simple acto de contemplar una película (sin coloquios, sin análisis, sin debate) pudiera bastar para formar a los comunicadores del futuro. Lo llamaremos formación contemplativa.
Y como epílogo digno de esta trama —a medio camino entre el neorrealismo institucional y el teatro del absurdo— conviene añadir que el nuevo decano, de perfil historiador, lejos de revisar o replantear el legado cinematográfico de su antecesor, ha ratificado plenamente la existencia de la Escuela de Producción. Más aún: ha confirmado la continuidad del delegado del decano en su función de curador celuloide, legitimando así un proyecto que sigue sin clases, sin alumnos, sin becas… pero con proyecciones regulares y sillones numerados.
Porque si la historia se repite como farsa, al menos que venga con subtítulos.

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