Crónicas del Decano Emérito. Capitulo IX

Por Fernando Quirós

Este relato es una ficción. Un experimento narrativo que no aspira a retratar personas ni instituciones reales. Y sin embargo, como toda fábula construida desde los pliegues de lo cotidiano, puede que refleje más de lo que nos gustaría reconocer. Si en sus páginas se perciben sombras familiares, no es un accidente, sino un síntoma: la burocracia, como los espejos rotos, devuelve fragmentos deformados de verdades demasiado humanas.


El Hombre que se Volvió Perchero

Una mañana, al despertar de sueños intranquilos, el Decano Emérito se encontró transformado en un objeto irrelevante, cubierto de polvo, en el rincón más olvidado del despacho que una vez fue suyo. Ya no tenía rostro ni voz ni peso institucional. Era apenas un símbolo sin pedestal, una reliquia académica que nadie consultaba, una placa sin nombre en una puerta clausurada.

Durante unos segundos, creyó que aún soñaba. Parpadeó. Intentó hablar. Buscó en su garganta la cadencia grave con la que una vez dictaba las líneas maestras del plan estratégico. Pero nada. Solo un silbido leve. Como el viento atrapado en una rendija.

Intentó incorporarse, pero el cuerpo no obedecía. Los dedos eran torpes, los hombros rígidos. Sus palabras ya no eran escuchadas. Los correos se perdían en la bruma digital, sin respuestas ni acuses de recibo.

Los pasillos lo atravesaban sin verlo. Sus antiguos aliados desviaban la mirada, con una cortesía impersonal que lo hería más que el desprecio. Lo que un día fue epicentro de reverencia se convirtió en un vacío conmemorativo. Una especie de zona fantasma institucional.

“Esto es transitorio”, se dijo. Como Gregorio Samsa, pensaba que podía recuperar su lugar. Se imaginaba nuevamente en su despacho, corrigiendo propuestas, firmando documentos con su estilográfica de colección, dictando titulaciones imposibles desde una torre de PowerPoints. Corregir a quienes osaran disentir. Era solo cuestión de tiempo. Una fase. Un bache. Un olvido pasajero.

Pero el mundo siguió sin él. Los engranajes giraban con más ligereza, como si su ausencia hubiese eliminado un punto de fricción. Cuanto más intentaba aferrarse a las viejas dinámicas, más se disolvía su figura en el polvo institucional.

No era el regreso lo que se demoraba: era su desaparición lo que ya se había consumado.

Los primeros síntomas físicos fueron discretos. Una rigidez extraña en los dedos, que ya no sostenían la pluma. Una lentitud creciente en las piernas. Luego la piel: translúcida, ajada, semejante al papel de viejos expedientes de gestión. Su columna se encorvaba en un gesto grotesco, no de humildad, sino de desgaste acumulado. Donde antes hubo rostro, solo quedaba un rictus vacío. Los ojos ya no enfocaban a otros, solo buscaban el reflejo perdido. Sus pies se fundieron al suelo. Su voz se volvió eco. Y de su pecho brotó una placa metálica sin inscripción. Ni nombre. Ni legado.

Cuando intentó moverse, no caminaba: se deslizaba con lentitud viscosa, como si su cuerpo ya no perteneciera al mundo sólido. No era humano, ni símbolo, ni estatua. Era una pieza de mobiliario: un perchero institucional. De esos que nadie usa. Que nadie mueve. Que permanecen allí, testigos ciegos de un ayer sin testigos.

Durante días —¿o semanas? — nadie reparó en él. Los reflejos del atardecer lo convertían en una sombra torcida en la pared. De noche, escuchaba el rumor del aire acondicionado viejo, como un lamento repetido. Y cada mañana, volvía a esperar que alguien dijera su nombre.

Pero la memoria también había sido reformada.

Hasta que un lunes cualquiera, la facultad bulló con vida. Estudiantes de primer año recorrían los pasillos, hablaban en voz alta, reían, escaneaban códigos QR.

Uno se acercó y colgó su abrigo sobre lo que una vez fue su hombro. Una mochila siguió. Nadie reparó en el leve crujido del metal vencido.

—¿Y esto? —preguntó una chica. —Ni idea —respondió otro—. Mobiliario viejo, supongo.

Rieron. Se marcharon. Él quedó allí. Silencioso. Invisible.

Esa noche, cuando la facultad volvió al silencio y las luces del vestíbulo palpitaban como luciérnagas moribundas, el espectro de Sigmund Freud regresó. Ya no con severidad, sino con una melancolía cómplice.

Entró con lentitud. No hizo ruido. Era Franz Kafka. Colocó una pipa invisible sobre la mesa. Lo observó largo rato, con la paciencia del analista que ya conoce la respuesta.

Entonces escribió, en una hoja amarillenta:

> “Aquí yace un hombre que confundió el mando con el sentido. > Construyó su yo desde la imagen, y al perder el reflejo, perdió la sustancia. > No lo vencieron sus enemigos, sino el eco hueco de sus propias palabras. > Fue su propio castigo. > Su tragedia: no saber cuándo ya no era necesario.”

Doblando el papel con esmero, lo depositó sobre el perchero.

Este no se movió. No había viento. Ni testigos. Solo la persistencia del olvido.

La noche que siguió fue muda. Nadie pasó por el despacho. La limpieza mensual ignoró su rincón. El perchero acumulaba polvo, abrigo tras abrigo, mochila tras mochila.

Hasta que, cierta mañana, un operario de mantenimiento —nuevo en la facultad— alzó la vista. Frunció el ceño.

—¿Y esto? —Eso ya no se usa —respondió alguien desde el pasillo—. Llévatelo al almacén.

El hombre lo arrastró sin ceremonia. El metal chirrió al tocar el suelo. Nadie lo miró. Nadie preguntó.

En el almacén, entre proyectores rotos y pupitres desvencijados, el perchero quedó arrumbado de lado.

Con el paso de los días, fue desmontado pieza a pieza. La barra al reciclaje. Las ruedas, reutilizadas. La placa metálica fue desechada sin leerla.

Y sin duelo, sin nota, sin rostro, sin memoria, el Emérito desapareció.

No hubo epitafio. No hubo historia. Solo el espacio que dejó libre… y el leve suspiro con que lo agradeció el aire.

Sin embargo, la historia no concluyó allí.

Una madrugada, mucho después de haber sido desmontado, el perchero volvió a encontrarse —sin saber cómo— completamente armado, erguido otra vez en un rincón.

Pero no en el almacén, ni en la facultad, ni siquiera en un espacio reconocible. Estaba en una sala blanca, sin ventanas, con el zumbido distante de un fluorescente mal calibrado.

Frente a él, un escritorio. Detrás del escritorio, una figura con gafas gruesas y bata gris hojeaba un expediente.

—Ah, usted otra vez —dijo sin levantar la vista—. Lo dábamos por concluido.

Silencio.

—Procederemos a su evaluación final.

Entonces comenzó un interrogatorio absurdo, circular, sin preguntas claras ni posibilidad de defensa. Cada respuesta no dicha era archivada, cada silencio, interpretado como admisión.

Nadie aclaró si estaba en juicio, terapia o trámite administrativo. Solo que debía justificar su permanencia.

Cuando la figura terminó de escribir, dijo:

—Su caso será revisado por el Comité. En seis meses, o seis años. O nunca. No lo llame, ya le avisarán.

Las luces se apagaron. La figura desapareció. Y el perchero quedó de nuevo solo, en esa sala blanca sin tiempo. Inmóvil. A la espera.