Cuatro rectores en posición de genuflexión mientras la presidenta se pasea

Por Fernando Quirós

Con la bandera de la proyección internacional por delante, Isabel Díaz Ayuso ha iniciado una gira por Miami y Nueva York para promocionar a Madrid como destino académico y económico. Acompañada por cuatro rectores de universidades públicas, el viaje ha encendido las alertas dentro del mundo universitario: ¿se trata de una apuesta real por la educación pública o de una operación de imagen con cómplices inesperados?

Del campus a la pasarela institucional

El viaje de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, a Miami y Nueva York representa una ambiciosa estrategia de proyección internacional con un doble objetivo: atraer inversión extranjera y posicionar a Madrid como destino universitario de excelencia. Bajo el lema “Estudia en Madrid, vive Madrid”, la iniciativa busca captar el interés de alumnos internacionales, especialmente hispanohablantes, destacando tanto la calidad del sistema educativo madrileño como el atractivo cultural y profesional de la región.

Resulta llamativo, sin embargo, que este esfuerzo venga liderado por una figura política que ha mostrado históricamente escasa estima por la universidad pública. Díaz Ayuso ha impulsado políticas que favorecen al sector privado, ha acusado a las universidades públicas de adoctrinamiento y ha minimizado sistemáticamente sus reivindicaciones presupuestarias. En este contexto, la imagen de varios rectores de universidades públicas sumándose a este viaje institucional resulta, como mínimo, desconcertante.

Aunque inicialmente se anunció la participación de los seis rectores de las universidades públicas madrileñas, finalmente sólo acudieron los de la Complutense (Joaquín Goyache), Autónoma (Amaya Mendikoetxea), Politécnica (Óscar García) y Rey Juan Carlos (Abraham Duarte). Los rectores de la Universidad de Alcalá y de la Carlos III declinaron asistir alegando problemas de agenda. Aun así, la presencia de los cuatro restantes no deja de ser simbólicamente significativa.

Lejos de reforzar el valor del sistema público, su asistencia puede interpretarse como una cesión de legitimidad a una estrategia de marketing político que excluye la autocrítica y disimula los problemas estructurales del sistema universitario madrileño. En vez de alzar la voz, los rectores asistentes parecen haberse sumado a un relato ajeno, posando en la foto de una narrativa oficial que no han escrito —ni parecen cuestionar.

Lo mínimo que podría esperarse de ellos es que, ya que están en el corazón del sistema universitario estadounidense, no se limiten a actuar como comparsas, y se hagan eco de la situación alarmante que viven universidades como Harvard, Columbia o NYU frente a las políticas represivas de la administración Trump: presión ideológica, ataques a la diversidad, restricciones a la libertad académica, vigilancia sobre estudiantes internacionales y desmantelamiento de estructuras educativas federales. Un escenario inquietante que guarda demasiadas similitudes con los planteamientos recogidos en la LESUC promovida por Ayuso, cuya redacción ha sido interpretada por amplios sectores académicos como un intento de importar ese mismo modelo autoritario a las universidades madrileñas.

La LESUC no es solo una reforma legislativa: es una concepción autoritaria del espacio universitario, donde se pretende restringir la protesta, silenciar el pensamiento crítico y colocar a las instituciones al servicio de un discurso político alineado con el poder. No es casual que esta ley, calificada de “represiva” y de “reminiscencias franquistas” por colectivos estudiantiles y docentes, aparezca mientras se elogia en foros internacionales la supuesta libertad y apertura del sistema madrileño. El contraste entre el escaparate y la realidad no podría ser más elocuente.

Y es que mientras la presidenta ofrece al exterior una imagen reluciente de Madrid —cosmopolita, vibrante, con universidades de excelencia y clima económico ideal—, la realidad doméstica desmiente ese relato. Madrid es, sí, la región con mayor PIB per cápita del país, pero también una de las más desiguales. En los últimos veinte años, mientras el 20% más rico ha incrementado su renta, el 20% más pobre ha perdido hasta un tercio. La exclusión social está lejos de ser marginal: en 2024, diversas ONG han alertado de un repunte del 20%, afectando especialmente a menores, mujeres solas con hijos y migrantes. La vivienda pública es insuficiente y está mal gestionada, con más de 4.000 solicitantes en espera.

En educación, la Comunidad presume de cifras, pero invierte menos por alumno que otras regiones con menor renta. Se priorizan medidas fiscales regresivas y el apoyo a la red concertada, mientras la escuela pública continúa con recursos limitados y personal precarizado. Así, el supuesto paraíso que se promociona en el extranjero se convierte, puertas adentro, en un territorio de desigualdad creciente y falta de oportunidades para los sectores más vulnerables.

En paralelo, el componente económico del viaje cobra protagonismo con la visita a Nueva York, donde se desplegará una nueva campaña para atraer inversión empresarial. La estrategia se enfoca en resaltar las supuestas ventajas competitivas de Madrid para la instalación de negocios y la calidad de vida de la región, todo ello con miras a consolidar la ciudad como un hub económico europeo.

Pero, como en ocasiones anteriores, no está claro que estos viajes institucionales se traduzcan en acuerdos sólidos y duraderos. ¿Habrá retorno público para la ciudadanía o quedarán en gestos vacíos y titulares efímeros? ¿Se pondrán en el centro los valores de equidad y justicia social o solo la foto y el relato?

En definitiva, se trata de una operación de marca territorial que, si bien aspira a situar a Madrid en el mapa global, deberá demostrar que no es solo una estrategia de escaparate. Y mientras la presidenta se va de gira con genuflexión rectoral incluida, cabe preguntarse quién defiende a ese otro Madrid que no sale en las fotos.

Porque al final, en medio de este despliegue diplomático tan bien iluminado, queda una pregunta aún sin respuesta: ¿qué pintan exactamente ahí esos cuatro rectores de las universidades públicas madrileñas? Su presencia no solo desentona, sino que compromete. En lugar de defender a sus instituciones, se prestan a blanquear una estrategia política que ha hecho de la universidad pública su blanco predilecto. Su silencio, lejos de ser neutral, es elocuente. Porque cuando se deja de representar con dignidad aquello que se dirige, lo que queda ya no es rectorado: es sumisión.