Crónicas del Decano Emérito.Capítulo VI

Por Fernando Quirós

Este relato es una obra de ficción. Cualquier parecido con hechos reales o personas concretas es, como suele decirse, pura coincidencia… o tal vez no. Porque en esta sátira académica, la exageración literaria no inventa tanto como refleja. En ocasiones, las estructuras de poder, las vanidades universitarias y las alianzas silenciosas tienen más de tragicomedia que de teoría institucional. Si al leer estas líneas alguien se reconoce —o reconoce a otros—, quizá no se trate de una revelación, sino de una confirmación: la realidad, como siempre, se disfraza mejor bajo el ropaje de la ficción.

El Decano Emérito se reclinó en su sillón de cuero, acariciando con nostalgia los brazos desgastados por años de dominio absoluto. Ah, aquellos tiempos dorados en los que su palabra era ley, cuando los profesores y estudiantes se inclinaban ante él con la devoción de monjes medievales. Qué tiempos aquellos, cuando la facultad no era un simple centro académico, sino su feudo personal, su reino indiscutible, su pequeña y gloriosa tiranía.

No era simplemente una estructura de poder; en realidad, era una orden, una hermandad de fieles seguidores que le debían todo y, por lo tanto, estaban dispuestos a cualquier cosa por él. Con un retorcido sentido del humor, la había bautizado como «La Orden Clementina de los Estómagos Agradecidos», un nombre que evocaba la solemnidad de los templarios y las abadías medievales, aunque en el fondo escondía una secta con tintes satánicos y un toque de tragicomedia. Si algo caracterizaba a sus miembros, era su capacidad de inclinar la cabeza con la gracia de un cortesano y agradecer con entusiasmo cada migaja de poder que les concedía.

Entre todas las estructuras de poder, había una que realmente le inspiraba: la Mafia. Como hombre de cine, como Productor, había pasado incontables horas admirando las grandes películas sobre mafiosos. Desde El Padrino hasta Uno de los nuestros, desde Scarface hasta Los Soprano, cada historia de poder, lealtad y traición le fascinaba. No veía en ellas simples relatos de crimen, sino auténticos manuales de liderazgo. La Mafia tenía reglas claras, códigos de honor, una estructura jerárquica implacable… y sobre todo, una lección fundamental: el poder no se pide, se toma.

Así, con la meticulosidad de un cineasta que planifica cada toma, el Decano Emérito había construido su propia organización. Si Coppola había creado la familia Corleone, él había creado la suya propia en la facultad. Como todo buen señor feudal, tenía su círculo de confianza. Cristóforo El Aedo, su trovador oficial, se encargaba de cantar sus hazañas y difundir su imagen como la de un visionario incomprendido. Si el Decano afirmaba que el sol giraba alrededor de la facultad, Cristóforo componía odas sobre la magnificencia de su órbita. En su papel de consigliere, tejía discursos y narrativas que glorificaban la gestión del líder, asegurándose de que su legado permaneciera incuestionable. A cambio, recibía privilegios y protección, disfrutando de una posición de poder dentro de la estructura clientelar.

El sistema que había construido no era nuevo; tenía raíces profundas en la historia. Su estructura recordaba las redes clientelares de la Roma imperial, donde los patronos ofrecían protección y favores a sus clientes, quienes a cambio les debían lealtad absoluta. En la facultad, el Decano Emérito actuaba como un patrón, asegurando recursos y oportunidades a quienes se sometían a su autoridad. También evocaba el sistema de hegemonía de la Grecia clásica, donde las ciudades-estado más poderosas, como Atenas, mantenían su dominio sobre las más débiles mediante alianzas forzadas y favores estratégicos. Aquí, los profesores y estudiantes que aceptaban los beneficios del Decano quedaban atrapados en una relación de dependencia, convertidos en vasallos agradecidos por el privilegio de existir.

Más allá de estas referencias clásicas, el sistema del Decano Emérito tenía una clara semejanza con el caciquismo, ese fenómeno tan ominoso de la política española y latinoamericana. Al igual que los caciques que dominaban sus territorios mediante redes de favores y control clientelar, el Decano Emérito ejercía su poder asegurando que los recursos, las oportunidades y las posiciones de prestigio estuvieran reservadas para sus seguidores más leales. Los que se integraban en esta red recibían protección contra la marginación y el descrédito, además de una serie de beneficios exclusivos: acceso privilegiado a recursos y financiamiento para proyectos académicos, oportunidades de publicación en revistas y conferencias de prestigio, apoyo en ascensos y nombramientos dentro de la facultad, redes de contacto con figuras influyentes del ámbito académico y profesional, inmunidad ante críticas y oposiciones, y privilegios exclusivos, como acceso a instalaciones y recursos reservados.

A cambio, se exigía una lealtad absoluta. Quien aceptaba estos favores quedaba atado a un pacto inquebrantable, obligado a defender los intereses del Decano y a perpetuar su dominio sobre la facultad. Este sistema se imponía sin miramientos. Cualquier forma de disidencia o crítica era aplastada sin piedad, como si de una herejía académica se tratara.

El Decano Emérito no era ingenuo. Sabía que todo imperio debía prepararse para la sucesión. La Orden Clementina de los Estómagos Agradecidos le había permitido organizar su salida con precisión quirúrgica. Había dejado a un sucesor, alguien a quien aspiraba a controlar desde las sombras, asegurándose de que la red permaneciera intacta. Esbozó una sonrisa al pensar en ello. «Perpetuaré mi poder», se dijo con satisfacción.

Sin embargo, un escalofrío le recorrió la espalda. Habían pasado varios meses y, aunque la Orden seguía en pie, algo había cambiado. Su sucesor, aquel que debía ser su marioneta, había tomado el control para sí mismo. Ahora él era el capo di tutti capi, el que repartía los favores y los privilegios.

Y lo peor no era solo eso. El nuevo líder había rebautizado la organización. La Orden Clementina de los Estómagos Agradecidos ya no existía. Ahora se llamaba «La Orden Angelina de los Estómagos Satisfechos», un nombre que, además de ser una burla, dejaba claro que el poder ya no le pertenecía.

El Decano Emérito sintió un vacío en el estómago. ¿Cómo era posible? ¿En qué momento ocurrió esto? De pronto, se vio relegado al rincón de la irrelevancia, un viejo líder sin seguidores, un emperador sin imperio.

Horrorizado, buscó desesperadamente una respuesta, una explicación, un consuelo. Invocó al espectro de Freud, esperando que el gran psicoanalista le ofreciera una interpretación que le devolviera la paz.

Pero Freud, con su mirada severa y su puro humeante, le diagnosticó sin piedad:

—»Lo que usted sufre, querido Decano, es el síndrome del líder desplazado. Su narcisismo ha sido herido de muerte. Su única salida es aceptar la realidad… o anestesiarse.»

El Decano Emérito abrió los ojos desorbitados y, con voz temblorosa, preguntó:

—»¿Y si a mi sucesor le da por matar al padre?»

Freud exhaló una bocanada de humo y, con una sonrisa irónica, respondió:

—»Entonces, querido amigo, usted no necesita ansiolíticos. Necesita un testamento.»

El Decano Emérito no lo dudó. Con manos temblorosas, se tomó de golpe varias tabletas de ansiolíticos, esperando que el olvido le devolviera, aunque fuera por unas horas, la ilusión de que aún era el dueño de su feudo.

Pero la facultad ya tenía otro amo.

Y él, por primera vez en décadas, no era nadie.