
Por Fernando Quirós
Este texto es una invención, una construcción literaria que no pretende retratar hechos reales ni personas concretas. Sin embargo, la propaganda, como el humo del Botafumeiro, envuelve y transforma la percepción hasta hacerla indistinguible de la fe. Si en estas líneas alguien encuentra ecos de instituciones académicas, figuras de poder o estrategias de manipulación mediática, no es casualidad, sino consecuencia inevitable de que la realidad, con sus narrativas cuidadosamente diseñadas y sus maestros de la persuasión, tiende a imitar la propaganda más de lo que la propaganda imita a la realidad.
Los aedos eran los grandes propagandistas de la antigua Grecia. A través de sus relatos y epopeyas, moldeaban la percepción de héroes, dioses y eventos históricos, transmitiendo valores y construyendo identidades colectivas. No solo preservaban la memoria, sino que influían en cómo las sociedades entendían su pasado y justificaban su presente. Eran más que poetas: eran arquitectos de la narrativa oficial.
El más poderoso de los vicedecanos del Emérito era conocido como Cristóforo El Aedo, una figura que combinaba la esencia del juglar, el cantor de gestas, el sofista y el ministro de propaganda. No solo dominaba el arte de la persuasión, sino que lo elevaba a una disciplina casi mística. Su mayor creación fue El Gabinete, el arma absoluta de la propaganda y la dominación semántica. Desde allí, moldeaba la percepción de la facultad y reforzaba la imagen del Decano Emérito como un visionario indiscutible.
Antes de encontrar cobijo en la Facultad, probó suerte en una red social y fracasó estrepitosamente. No por falta de inteligencia—era listo y bien preparado—sino porque el mundo digital no supo apreciar su talento para la manipulación sutil. En la facultad halló su verdadero escenario. Aquí no era un simple ayudante ni un vicedecano del Emérito, títulos que despreciaba por su falta de glamour. No, él era el Dircom, un nombre que destilaba caché, poder y sofisticación.

No tardó en sacarse la espina de aquel fracaso en esa red social, una pálida imitación de Facebook, demostrando su maestría en el manejo de las cuentas oficiales de la facultad en Instagram, X, Facebook y TikTok. Con habilidad digna de los grandes estrategas de la propaganda, convirtió cada publicación en una obra de persuasión y cada seguidor en un creyente más de la visión del Decano Emérito.
Su fascinación por los rituales no se limitaba a la comunicación digital. Le atraían las iglesias, donde quedaba hipnotizado por los incensarios, ese humo envolvente que transformaba el aire en un escenario místico. Tanto le cautivaba que emprendió el Camino de Santiago solo para ver en acción el Botafumeiro, el gigantesco incensario de la Catedral de Santiago de Compostela. Al verlo balancearse majestuosamente por la nave central, comprendió que la propaganda y la liturgia compartían un mismo principio: crear una atmósfera que hiciera creer a la gente en algo más grande que ellos mismos.

El ilusionista de la información tenía un don excepcional: fabricar y difundir noticias falsas con una destreza digna de un prestidigitador. Sus historias eran tan convincentes que la gente las aceptaba sin cuestionarlas, como si fueran verdades reveladas. Y lo más fascinante era que se jactaba de ser un erudito en el estudio de la desinformación, como si la mentira fuera una ciencia y él su más ilustre académico.
Esa ironía alcanzó su máxima expresión cuando decidió impartir un curso exclusivo sobre cómo interpretar y defenderse de la desinformación, los deepfakes y las fake news. Por una matrícula exorbitante, los alumnos recibían lecciones magistrales sobre cómo detectar manipulaciones mediáticas, desmontar narrativas falsas y protegerse de la propaganda. Lo que ninguno sospechaba—o quizá preferían no admitir—era que el verdadero maestro del engaño no enseñaba a combatir la desinformación, sino a admirarla. Cada clase era una obra de prestidigitación intelectual, donde el arquitecto de la ficción, con la solemnidad de un académico, explicaba los mecanismos de la manipulación que perfeccionaba día tras día. Y todavía más: figuró como profesor de desinformación en los cursos de Begoña Gómez.
Pero su talento no se limitaba a la manipulación informativa. No, el propagandista tenía una misión aún más ambiciosa: construir mensajes que elevaran al Decano Emérito a la categoría de visionario indiscutible, logrando que la comunidad académica creyera estar ante el mayor genio de la comunicación.
Su inspiración provenía de los grandes arquitectos de la manipulación mediática. «Si ellos pudieron moldear la percepción pública, ¿por qué no puedo hacer lo mismo con el Decano Emérito?», se preguntaba, con la ambición de quien aspira a dejar huella en la historia de la propaganda. Y así, se entregó con devoción a su tarea, diseñando mensajes que reforzaran la imagen del Decano y de la facultad, sin importar si la realidad coincidía con la narrativa.
Como buen discípulo de los grandes manipuladores, sentía una profunda devoción por los cineastas que habían convertido el cine en una herramienta de persuasión masiva. Admiraba la capacidad de Leni Riefenstahl para exaltar el poder a través de la imagen, el dominio del montaje cinematográfico de Sergei Eisenstein para generar emociones intensas y transmitir mensajes ideológicos con precisión, y la eficacia del NO-DO, el noticiario franquista que durante décadas moldeó la percepción de la realidad en España.
Del NO-DO, además, aprendió una lección fundamental: transformar cualquier acto en una hazaña. Si el régimen podía convertir la inauguración de un pantano en un acontecimiento histórico, ¿por qué no iba a hacer lo mismo con el Decano Emérito? Así, cada obra, cada conferencia, cada mínima remodelación en la facultad se convertía, bajo su pluma y su edición, en un hito sin precedentes.
Para el maestro de la persuasión, estos referentes demostraban que el arte visual podía ser la herramienta más poderosa de la propaganda, capaz de construir narrativas que perduraban en la memoria colectiva y definían la visión del mundo de generaciones enteras.
Y la estrategia funcionó. La gente aceptó su relato sin cuestionarlo, porque, como solía decir, «la propaganda es un arte, y yo soy el artista».
Pero entonces, en la penumbra de su despacho, rodeado de pantallas que proyectaban su última gran obra de manipulación, el aire pareció volverse más denso. Las sombras en las paredes adquirieron una textura distinta, como si la realidad misma estuviera cediendo ante una presencia ajena.
Fue entonces cuando aparecieron Joseph Goebbels, Aleksandr Shcherbakov y Ramón Serrano Suñer, envueltos en una neblina tenue, con la mirada severa de quienes han dominado el arte de la propaganda en sus respectivas épocas.
—Cristóforo —dijo Goebbels, con su tono afilado—, has aprendido bien, pero ¿has entendido realmente el poder de la propaganda?
Shcherbakov cruzó los brazos, observándolo con frialdad.
—Has construido una narrativa, sí, pero ¿es lo suficientemente fuerte como para sobrevivir al tiempo?
Serrano Suñer, con su elegancia calculada, sonrió con ironía.
—La propaganda no es solo manipulación, Cristóforo. Es control. ¿Eres tú quien controla el mensaje, o el mensaje te ha controlado a ti?
Cristóforo sintió un escalofrío recorrer su espalda. Por primera vez, dudó.
El Decano Emérito contemplaba a su Aedo y vio que no recogía su despacho, cayendo en la cuenta de que Cristóforo se estaba preparando para quedarse con el sucesor. Cuando le pregunta qué está haciendo, le contesta: «Tu tiempo ya pasó, ahora serviré a otro. Soy un mercenario de la manipulación.»


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