El Arte de la Burocracia Académica: El TFG en la Facultad de Ciencias de la Información, un Laberinto Administrativo

Por Fernando Quirós

La vicedecana de Estudios de la Facultad de Ciencias de la Información ha enviado un largo email a todos los profesores implicados en la evaluación del TFG, que puede leerse completo al final del texto. Es una obra maestra de burocracia. Es un texto que lleva la precisión administrativa a niveles casi artísticos. Primero, la obsesión por recalcar fechas y procesos es digna de un relojero suizo: cada deadline está señalado con una exactitud que haría temblar a cualquier estudiante con tendencias a la procrastinación. La autoridad del mensaje es tan incuestionable que dan ganas de ponerse firmes en la silla, cuadrarse y exclamar: «¡Señora, sí señora!» como en La Chaqueta Metálica. No vaya a ser que alguien confunda este correo con una simple comunicación administrativa en lugar de un manifiesto de absoluto control sobre cada paso del proceso.

Luego, el tono: una mezcla entre un manual de instrucciones y un sermón burocrático. Esas frases largas, repletas de especificaciones y repeticiones, casi parecen un intento de hipnotizar a los destinatarios para que no se atrevan a desviarse un solo centímetro de las normas. Todo tiene su lugar, todo sigue un procedimiento, como si cualquier atajo significara el colapso absoluto del sistema educativo.

Y por supuesto, ¡los enlaces! No puede faltar el toque tecnológico, con formularios y plataformas que garantizan que nadie escape de la vigilancia académica. «Si tienes dudas, consulta el campus virtual»; «Si quieres reservar aula, usa el sistema de reservas»; «Si quieres respirar, mejor consulta la normativa». No hay escapatoria, el texto está blindado para cualquier intento de evasión.

Eso sí, la estructura del mensaje tiene mérito: repite instrucciones para que nadie tenga excusas y además deja claro que todos los pasos están bajo un manto impenetrable de reglas. Puro arte administrativo.

Uno de los aspectos más llamativos de este sistema es la asignación de tutores. En lugar de basarse en áreas de conocimiento específicas, los estudiantes son asignados por departamentos, lo que genera situaciones absurdas. Un estudiante de periodismo que quiera hacer un TFG sobre historia del cine puede terminar siendo tutelado por un profesor de lengua en lugar de un especialista en cine. Este esquema dificulta la calidad de la supervisión y desconecta el proyecto de la especialización que realmente necesita.

Curiosamente, en los primeros años de la implantación del Espacio Europeo de Educación Superior, los estudiantes podían sugerir qué profesor querían como tutor, lo que permitía que la elección tuviera mayor sentido académico. Sin embargo, con el tiempo este mecanismo se perdió, dejando a los alumnos en un sistema rígido donde la afinidad temática queda subordinada a una organización institucional más preocupada por la gestión que por el aprendizaje.

A esto se suma otro problema: el número de créditos asignados al TFG. A pesar de la exigencia y la importancia del trabajo, las horas de tutoría asignadas no superan las cuatro, lo que es claramente insuficiente para garantizar un seguimiento adecuado. Un TFG debería ser un espacio de desarrollo intelectual, pero la limitación de tiempo convierte la tutoría en una tarea apresurada, con poco margen para el debate y la profundización en los temas tratados.

¡Ah, la burocratización del Trabajo de Fin de Grado!, ese proceso que convierte la evaluación académica en una especie de laberinto administrativo donde cada paso está regulado con precisión quirúrgica. Lo que antes podía ser un ejercicio de reflexión, investigación y desarrollo intelectual, ahora está empaquetado en normativas, formularios y procesos automatizados que garantizan que ningún detalle escape al control institucional.

El email de la vicedecana es el ejemplo perfecto de cómo el TFG ha dejado de ser un trabajo de cierre académico para convertirse en un trámite riguroso que, en ocasiones, parece más diseñado para mantener el orden administrativo que para fomentar el pensamiento crítico en los estudiantes. La meticulosa mención de fechas, reglas y sistemas digitales crea un panorama en el que el conocimiento pasa a segundo plano mientras la burocracia se convierte en protagonista.

Y llega el gran momento: el acto de defensa. La joya del proceso. Lo que en teoría debería ser un espacio de intercambio intelectual entre docentes y estudiantes se ha convertido en una coreografía absurda donde todo está milimétricamente regulado. Primero, la fecha y el aula deben ser escogidas con una precisión quirúrgica, como si de un evento diplomático se tratara. Luego, el tribunal debe estar conformado dentro de parámetros establecidos, porque no vaya a ser que un profesor haga una pregunta que no esté completamente dentro del marco protocolario.

Pero quizás lo más curioso de todo es el papel del tribunal. Se supone que son dos evaluadores, el tutor y un vocal, pero en realidad todo está diseñado para que la única voz que importe sea la del tutor. El vocal asiste, escucha, puede tomar notas y hasta hacer alguna pregunta si el protocolo se lo permite, pero al final su criterio es irrelevante. La nota que queda es la del tutor. ¿Es una evaluación colegiada? ¿Es un ejercicio de objetividad académica? No, es un procedimiento donde un solo docente concentra la decisión final mientras su compañero de tribunal actúa casi como un espectador institucional.

Y si esto no fuera suficiente, hay que sumar la carga descomunal que recae sobre los profesores. No solo tienen que impartir sus clases, atender correcciones y preparar material académico, sino que además se les exige tutorizar un número elevado de TFG, lo que convierte el proceso en una auténtica maratón burocrática. La cantidad de trabajos asignados a cada docente provoca que la tutoría se vuelva mecánica, reduciendo la posibilidad de un acompañamiento real en el desarrollo del proyecto. Ya no hay tiempo para debates profundos, revisión detallada ni un auténtico intercambio de ideas. En su lugar, los docentes se ven obligados a cumplir con requisitos administrativos, revisar trabajos con urgencia y ajustarse a los plazos sin margen para una orientación académica significativa.

El resultado de esta sobrecarga es evidente: trabajos supervisados con prisas, evaluaciones que priorizan el cumplimiento de criterios formales sobre la calidad del contenido, y un proceso que, lejos de enriquecer la experiencia educativa, la despoja de su esencia formativa. Si el objetivo del TFG es garantizar un ejercicio de investigación y desarrollo académico, imponer una carga excesiva sobre los docentes solo logra convertirlo en un trámite más. Es hora de replantear esta lógica administrativa. No puede permitirse que el rigor burocrático asfixie el aprendizaje ni que los formularios y procesos digitales reemplacen el debate intelectual. La educación superior debe ser un espacio de crecimiento, pensamiento crítico y reflexión, no una carrera de obstáculos burocráticos donde el conocimiento queda relegado a un segundo plano. El TFG debe ser una herramienta de aprendizaje profundo y significativo, un reflejo del esfuerzo y la dedicación de los estudiantes, no solo un formulario correctamente cumplimentado